La primera vez
que lo oí, pensé que alguien había entrado en casa. Cuando él abrió la puerta, la
brisa reavivó las casi extintas llamas del fogón raptándome el aliento. La luz
del atardecer resbalaba sobre las paredes interiores de la casa revelándome su sombra
infantil y lívida saltando desde las alturas del armario. Estaba claro: había
un intruso en casa. El acordeón, antes quejumbroso, ahora liberaba unos acordes
que nunca habría entonado. Una nota sucedía a la siguiente, improvisando melodías
tan vivas como nuevas.
Entonces lo
vi. Un niño sentado sobre la silla de caña pegada a la puerta, con la mirada
perdida en el mar. Sus dedos repiqueteantes volaban al ras del teclado y la
botonera, el fuelle iba y venía soltando su aliento alegre bailando abrazado a
quien lo tocaba.
Quise hablarle
y disuadirlo de su idea y que devolviera el instrumento al lugar de donde lo
había cogido antes de que el taita
llegara. Pero su mirada seguía fija en el movimiento de las aguas y no me
atreví a moverme siquiera.
Sus pies lo
llevaron hasta la playa. Por los movimientos de sus brazos, pequeños pero
decididos y el murmullo entrecortado de las notas, intuí que su música aprendía
el ritmo del vaivén de la espuma del mar, que con un blanco sonriente se
deshacía a sus pies en besos salados.
Visto desde lejos,
parecía un ser ajeno a este lugar que al moverse dejaba detrás suyo el celaje
de un astro que cruza distraído las constelaciones.
Tan absorta
estaba en la contemplación de aquella escena que no oí cuando el taita entró en la casa. Cuando quise
explicarle cómo su acordeón había terminado sobre el pecho del niño, él acalló
mis argumentos suplicando que lo dejara escuchar.
El taita sonreía al
oír la música.
El niño
también.
Muchos años
después me contaron que, cuando iba a las fiestas con los muchachos, atravesaba los cacaotales que bordeaban la otra
orilla de la playa. Montado sobre la mula de el taita, aparejada con mantos de encaje e iluminando la noche con
brasas de pan. Y que si al acordeón se le escapaba algún susurro asmático,
miles y miles de animitas[1]
abandonaban el sueño de chocolate de los árboles para seguirlo, formando una
capa de luz flotante que se desmelenaba ondeando como la marea tras su paso.
Hay días en
los que desde esta puerta miro como cae el sol sobre el mar.
Y bailo.
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